Publicado por Jorge Paz Pérez
Soñante: Un amigo extraño de Jung, aficionado a la astrología, interesado por los problemas de sincronicidad.
Fuente: de Becker, Raymond, Las maquinaciones de la noche – Los sueños en la historia y la historia de los sueños, [trad. de J. C. Sorrentino], Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1966, págs. 347-348.
Fecha: 27 de mayo de 1957
Sueño: Había avanzado la tarde y era temprano para ser noche. El sol caía en el horizonte. Estaba cubierto de un delgado velo de nubes que no le permitían aparecer como un disco claro de nítidos contornos. Era color blanco. De pronto este blanco se transformó en la palidez habitual que se extendió espantosamente sobre todo el horizonte occidental. La palidez, y quiero subrayar esta palabra, de la luz del día se transformó en un vacío espantoso. Entonces apareció en el oeste un segundo sol que tenía la misma elevación del primero, pero estaba ubicado un poco más hacia el norte. Mientras observábamos el cielo con profunda atención –había muchas personas presentes, dispersas en un amplio espacio, que contemplaban el cielo como yo–, el segundo sol se transformó, contrastando con el disco que apareció al principio, en una bola clara y nítida. Al mismo tiempo que se ocultaba el sol y comenzaba la noche, la bola se aproximó muy rápidamente a la tierra.
Con el caer de la noche, el ambiente del sueño se transformó. Mientras que las palabras “palidez y vacío” describen exactamente la impresión de disminución de vida, de fuerza o potencial del sol, el cielo tomaba ahora un carácter de poderío y majestuosidad que inspiraba menos temor que profundo respeto. No pretendo haber visto estrellas, pero el cielo nocturno daba la impresión de un tenue velo de nubes que dejaban aparecer, de tanto en tanto, alguna estrella. Ciertamente, este aspecto nocturno tenía un carácter de majestuosidad, de poderío y de belleza.
Mientras la bola se acercaba a gran velocidad hacia la tierra, pensé primeramente que era Júpiter que se había alejado de su trayectoria; pero cuando la bola estuvo más cerca, vi que, a pesar de su gran tamaño, era demasiado pequeña para ser un planeta como Júpiter. Gracias a su proximidad, fue posible distinguir algunos dibujos en su superficie, líneas de meridianos o algo similar. Dentro de su tipo, los dibujos eran decorativos y simbólicos, más que geográficos o geométricos. Insisto en la belleza de esta bola de un gris pálido o de un blanco opaco que se destacaba en el fondo de un cielo nocturno. Cuando nos dimos cuenta de que era ineludible un terrible choque con la tierra, naturalmente tuvimos miedo. Pero era un temor en el que predominaba el respeto. Se trataba de un acontecimiento cósmico que despertaría gran extrañeza admirativa y respetuosa. Mientras permanecíamos sumidos en este espectáculo, aparecieron una segunda, una tercera y muchas bolas, las que se aproximaron a gran velocidad. Cada una de ellas se estrelló contra la tierra con gran estrepito, como una bomba, pero aparentemente a tal distancia que no podía determinar la naturaleza de la explosión o de la detonación, o de lo que fuera. En todo caso, con una de ellas tuve la impresión de ver un relámpago. Estas bolas caían en intervalos a nuestro alrededor, pero siempre a tal distancia que su efecto devastador no podía calcularse. Aparentemente corríamos un cierto peligro, como si estuviéramos bajo una lluvia de granadas u otra cosa del mismo tipo.
Luego tuve que entrar en mi casa. Me vi conversando con una joven sentada en un sillón de mimbre; delante de ella había una libreta de anotaciones abierta. Estaba absorbida en su trabajo. Todos íbamos en la misma dirección, me parece que era hacia el sudoeste, quizá para buscar una región más segura; le pregunté a la joven si no era preferible que viniese con nosotros. El peligro parecía inminente y de ninguna manera podíamos dejar a la joven sola en la retaguardia. Pero respondió firmemente que no, que se quedaría para proseguir su trabajo. En verdad hay que decir que el peligro era el mismo por todas partes y que no había un lugar más seguro que otro. Comprendí de inmediato que la razón y la inteligencia práctica estaban de parte de esta joven.
Al terminar el sueño, encontré a otra joven, o quizá fuese la misma que había encontrado antes, competente y segura de sí, sentada en su sillón y sumida en su trabajo; sin embargo, la segunda vez era más grande y bella, y pude ver su rostro. Por otra parte me habló directamente y con toda claridad. Con tono muy terminante me dijo, nombrándome por mi nombre y apellido: “Usted vivirá hasta once-ocho” (agregado mi nombre y apellido son ocho palabras) con precisión y claridad sin igual, es decir, con un tono tan autoritario que hacía pensar que yo debía tener la culpa por no haber creído “vivir hasta once-ocho”.