Publicado por: Z. B. Ortiz Nieto
Soñante: Wilhelm Dilthey
Fuente: Dilthey, Wilhelm. , 1990. Teoría de las Concepciones del Mundo. Primera ed. México: Editorial Patria.
Contexto: (Redactado por Dilthey) En una clara tarde de verano había llegado yo al castillo de mi amigo en Klein-Oels. Y, como siempre ocurría entre él y yo, nuestra conversación filosófica se prolongó hasta ya entrada la noche. Todavía resonaba en mí cuando me desnudaba en el dormitorio que de antiguo me era familiar. Permanecía aún largo rato, como tantas veces, ante el bello grabado de la Escuela de Atenas de Volpato, que estaba encima de mi cama. Gozaba yo aquella noche muy especialmente cómo el espíritu armonioso del divino Rafael ha suavizado la disputa de los sistemas que se combaten a vida o muerte en un apacible coloquio. Sobre estas figuras, ligeramente vueltas unas hacia otras, se extiende el espíritu de paz que por primera vez en el crepúsculo de la cultura antigua se esforzó por conciliar la enérgica oposición de los sistemas, y que después, en el Renacimiento, actuaba también en los más nobles espíritus.
Sueño:
Rendido de cansancio como estaba, me acosté. Me dormí en seguida. E inmediatamente un agitado sueño se apoderó del cuadro de Rafael y de los coloquios que habíamos tenido. En él se convirtieron en realidades las figuras de los filósofos. Y desde muy lejos veía yo por la izquierda acercarse al templo de los filósofos una larga fila de hombres vestidos con los variados trajes de los siglos sucesivos. Siempre que pasaba uno junto a mí y volvía hacia mí su rostro, me esforzaba por reconocerlo: Era Bruno, Descartes, Leibniz, tantos otros, como me los había imaginado por sus retratos. Subieron las escaleras. Conforme se agrupaban, desaparecían los límites del templo. En un amplio campo se mezclaron entre las figuras de los filósofos griegos. Y entonces sucedió algo que me asombró incluso en mi sueño.
Como impulsados por una fuerza interior, tendían unos hacia otros, para reunirse en un grupo. Primero se dirigía el movimiento hacia la derecha, donde el matemático Arquímedes traza sus círculos y se puede reconocer al astrónomo Ptolomeo por el globo terráqueo que lleva. Luego se reúnen los pensadores, que fundan su explicación del mundo en la firme naturaleza física universal, que avanzan, por tanto, de abajo a arriba, que quieren encontrar, partiendo de la conexión de leyes naturales mutuamente dependientes, una explicación causal unitaria del universo, y subordinan así el espíritu a la naturaleza, o bien se resignan a reducir nuestro saber a lo que puede conocerse por el método de las ciencias naturales. En el grupo de estos materialistas y positivistas reconocí también a d’ Alembert por sus rasgos finos y la irónica sonrisa
de su boca, que parecía burlarse de los sueños de los metafísicos. Y vi también allí a Comte, el sistemático de esa filosofía positiva, a quien escuchaba respetuosamente un círculo de pensadores de todas las naciones.
Y luego se agolpaba otro grupo hacia el centro, donde se encontraban Sócrates y la noble figura de anciano del divino Platón: los dos que han Intentado fundar en la conciencia de Dios en el hombre el saber acerca de un orden universal suprasensible. También vi allí a San Agustín
con su corazón apasionado en busca de Dios, en torno al cual se habían reunido muchos teólogos especulativos. Oía yo su conversación en la cual . tendían a unir el idealismo de la personalidad, que es el alma del cristianismo, con las doctrinas de aquellos venerables antiguos.
Y entonces se separó del grupo de los investigadores matemáticos de la naturaleza Descartes, una figura delicada y frágil, como consumida por la potencia del pensamiento, y fue atraído como por una fuerza interior hacia esos idealistas de la libertad y de la personalidad. Pero luego se abrió el círculo entero, cuando se acercó la figura ligeramente encorvada, de miembros delgados, de Kant, con tricornio y bastón, las facciones como petrificadas en la tensión del pensamiento: el gran filósofo que ha elevado el idealismo de la libertad a la conciencia crítica y lo ha conciliado así con las ciencias experimentales. Y frente al maestro Kant subió las escaleras con paso aún juvenil una esplendorosa figura, con noble cabeza, pensatívamente inclinada, en cuyos melancólicos rasgos se mezclan el pensamiento profundo y la mirada poética idealizadora con el presentimiento de un destino que se abate sobre él: el poeta del idealismo de la libertad, nuestro Schiller. Ya se aproximaban Fichte y Carlyle. Ranke, Guizot y otros grandes historiadores me parecían escuchar a estos dos. Pero sentí un extraño escalofrío cuando vi junto a ellos a un amigo de mis años mozos, Enrique von Treitschke.
Apenas se habían reunido éstos cuando también a la izquierda se agruparon pensadores de todas la naciones en torno a Pitágoras y Heráclito, que vieron por primera vez la divina armonía del universo. Era curioso ver -de acuerdo como en sus tiempos juveniles y con la fuerza de la mocedad- a los dos grandes pensadores suabos de nuestra nación, Schelling y Hegel. Todos ellos, los heraldos de una fuerza divina espiritual difundida por todas partes en el universo, que reside en cada cosa y en cada persona y actúa en todo según las leyes naturales, de tal modo, que fuera de ella no hay ningún orden trascendente ni ningún reducto de la libertad de elección. Todos estos pensadores me parecían ocultar bajo sus rostros meditabundos al mas poéticas. Se produjo entre ellos un impetuoso movimiento de avance, cuando al fin se acerco con paso mesurado una figura majestuosa de paso severo, casi rígido; me sobrecogió el respeto cuando vi los grandes ojos, brillantes como soles, y la apolínea cabeza de Goethe; era de edad madura, y todas las figuras,
Fausto y Wilhelm Meister, Ifigenia y el Tasso, parecían cernerse en torno suyo: todas sus grandes ideas sobre las leyes de formación, que alcanzan de la naturaleza a la creación humana.
Y entre esas figuras máximas estaban y se movían inquietamente otras aisladas. Parecían querer mediar en vano entre la penosa renuncia del positivismo a todos los enigmas vitales y la metafísica, entre una conexión que lo determinara todo y la libertad de la persona.
Pero en vano corrían afanosamente los mediadores de acá para allá entre esos grupos; la distancia que separaba a éstos crecía por segundos; entonces desapareció el suelo mismo entre ellos, pereció separarlos una tremenda lejanía hostil; me sobrecogió una extraña angustia: la filosofía parecía existir tres veces o acaso más aún; la unidas de mi propio ser parecía desgarrarse, pues me sentía afanosamente atraído tan pronto a este grupo como a aquél, y me esforzaba por afirmarlo. Y entre estos afanes de mis pensamientos, el velo del sueño se hizo más sutil, más leve, las figuras del ensueño palidecieron y me desperté.